sábado, 4 de mayo de 2024

Cubículos y mala praxis empresarial.

 



Febrero del año 2005.

Desde el 15 de julio de 2004 (yo tenía 25 años) había iniciado una relación con un hombre árabe cuatro años mayor que yo (insignificante diferencia teniendo en cuenta que venía de una relación con un hombre doce años mayor que yo) y de una cultura muy diferente a la mía (otra vez, porque mi primer novio también era indio amazónico y, por ende, también de una cultura diferente a la mía). Nos comprometimos mutuamente justo en el día de los fuegos de las fiestas de Puerto de Santiago, un pueblo que sin ser mío (soy de Los Gigantes) siempre consideré parte de mí (fui al CEIP José Esquivel de Puerto de Santiago y casi todos/as mis amigos/as de mi infancia son de Puerto de Santiago). Por tanto, una fecha especial para mí. Al menos, por aquel entonces. Yo vivía en La Laguna, en el piso de estudiantes. Me habían quedado dos asignaturas de cuarto curso para septiembre (estudiaba Derecho) y ese año había escogido una mezcla de las asignaturas de cuarto que me quedaban atrás y otras pocas de quinto (estudiaba la licenciatura anterior a los grados del Plan Bolonia, cuando la carrera de Derecho era de cinco años en lugar de cuatro). Por tanto, en principio solamente nos íbamos a ver los fines de semana (yo me iba a vivir con él en su casa de Puerto de Santiago, Santiago Beach), pero al final lo que terminó pasando es que mi ardiente amante me iba a ver cada tarde, cogía la guagua (porque en aquella época no tenía coche propio) o le pedía prestado el coche a algún amigo.

Unos meses antes, en febrero de 2004, yo había estado en Londres y la experiencia que viví (de racismo hacia mí porque me confundían todo el tiempo con árabe) me marcó profundamente. La población, en general, estaba aún muy sensible por el atentado de las torres gemelas del 11 de septiembre del 2001. Algo que, pienso, en España y en concreto en Canarias no hizo tanta mella como en la población británica. Llegué de Londres con la sensibilidad contra el racismo a flor de piel y justo por esa época conocí al que se convertiría en el gran amor de mi vida (por aquel entonces).

Desde julio hasta diciembre de 2005 salí con él, sin decir nada en casa. En cuanto comuniqué mi buena noticia en casa (para mí lo era, estaba tocando el cielo de felicidad), mis padres reaccionaron muy mal. Yo estaba profundamente enamorada de ese hombre, si han leído “La pasión turca”, yo viví algo así, pero en versión marroquí. Y decidieron cortarme el suministro económico, así que me vi obligada a buscarme un trabajo. En la primera semana encontré uno como teleoperadora en una fábrica de colchones de Los Majuelos. Mi trabajo consistía en persuadir por teléfono a las personas, para que aceptaran que uno de nuestros comerciales fuera a su casa con uno de nuestros colchones de última generación y lo probara, haciendo ventas en caliente.

Mi lugar de trabajo durante tres meses (desde enero a marzo de 2005, quédense con las fechas) fue una oficina inmensa compuesta por unos veinte cubículos, todos/as mis compañeros/as eran, casualmente, estudiantes universitarios/as como yo. Rápidamente hice clic con mi compañera de cubículo y de vez en cuando ella se acercaba al mío para hablarme. Algo que rápidamente cortó nuestro jefe, quien de vez en cuando se paseaba por los cubículos escuchando nuestras conversaciones al teléfono.

Mi trabajo consistía en aprenderme de memoria un guion que debía decir al teléfono, persuadiendo al oyente y tratando de que no me colgara en ningún momento. Desde la primera semana cerré ventas y, como los pagos eran semanales, pude hacerme con los premios que por ventas cerradas nos daban.

Los cubículos estaban configurados para no tener distracciones mientras trabajábamos, eso nos decía el jefe. Y durante toda la jornada no podíamos quitarnos los auriculares con micrófono que teníamos. Solamente en el descanso de media hora (cada uno se traía su comida y bebida de casa). El trabajo me gustaba mucho, la verdad. Lo único que tenía que hacer era lo más sencillo del mundo para una canaria; hablar con voz seductora al teléfono. Lo verdaderamente malo de este trabajo era tener que coger la guagua a La Laguna de noche, en aquella parada de Los Majuelos, casi sin marquesina y en las gélidas noches laguneras de los meses de enero y febrero. ¡Cuánto frío pasé, Dios mío! 

Pero pasaba el tiempo y yo aún no había firmado mi contrato (sí, sí, como lo leen), lo pregunté a mis compañeras y me decían que a ellas igualmente no les hicieron firmar el contrato hasta meses después. Algo a todas luces ilegal, pero, santurrona de mí, en aquel entonces no me dio por ponerme a amenazar con la ley en la mano a un jefe abusivo y corrupto.

Hasta que un día, precisamente en una sesión de estudio nocturno en la biblioteca de Magisterio, comenté mi caso con una compañera de Derecho y me alertó de la mala praxis empresarial de esa empresa. Incluso de que ya corría el rumor de una denuncia colectiva. Así que, al día siguiente, me planté en el despacho del jefe. Con tan mala suerte, de que justo cuando empezaba con mi oratoria me vinieron unas arcadas inesquivables. ¡Estaba embarazada de tres meses! No se me notaba la barriga y casi no tenía síntomas, pero justo en ese momento parecieron venirme todos de golpe. Tuve que abandonar el despacho en medio de una arcada bestial, fui rápido a los baños y ahí vomité hasta mi DNI. El jefe me esperaba al otro lado de la puerta del baño y no dejaba de golpear la puerta preguntándome si estaba bien. Salí y… ¡Mierda! Le conté la verdad en un arrebato de sinceridad:


     Sí, estoy bien. Lo que pasa es que estoy embarazada de tres meses.

Ese mismo día me dio a firmar el aviso de no superar el “período de prueba”.

Nunca le denuncié.

Mi vida dio otro de sus giros radicales y dejé mis estudios en Derecho para irme a vivir con el que creía era el amor de mi vida a su piso. Fue el momento de vivir mi embarazo y amor en paz, sólo quería eso.

Lo que pasó después creo que ya lo saben.

Mi veintena fue muy intensa.

 

Ana Naira Gorrín Navarro.

04/05/2024.

 

 

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