Febrero
del año 2005.
Desde
el 15 de julio de 2004 (yo tenía 25 años) había iniciado una relación con un
hombre árabe cuatro años mayor que yo (insignificante diferencia teniendo en
cuenta que venía de una relación con un hombre doce años mayor que yo) y de una
cultura muy diferente a la mía (otra vez, porque mi primer novio también era indio
amazónico y, por ende, también de una cultura diferente a la mía). Nos
comprometimos mutuamente justo en el día de los fuegos de las fiestas de Puerto
de Santiago, un pueblo que sin ser mío (soy de Los Gigantes) siempre consideré
parte de mí (fui al CEIP José Esquivel de Puerto de Santiago y casi todos/as
mis amigos/as de mi infancia son de Puerto de Santiago). Por tanto, una fecha
especial para mí. Al menos, por aquel entonces. Yo vivía en La Laguna, en el
piso de estudiantes. Me habían quedado dos asignaturas de cuarto curso para
septiembre (estudiaba Derecho) y ese año había escogido una mezcla de las
asignaturas de cuarto que me quedaban atrás y otras pocas de quinto (estudiaba la
licenciatura anterior a los grados del Plan Bolonia, cuando la carrera de
Derecho era de cinco años en lugar de cuatro). Por tanto, en principio
solamente nos íbamos a ver los fines de semana (yo me iba a vivir con él en su
casa de Puerto de Santiago, Santiago Beach), pero al final lo que terminó
pasando es que mi ardiente amante me iba a ver cada tarde, cogía la guagua
(porque en aquella época no tenía coche propio) o le pedía prestado el coche a
algún amigo.
Unos
meses antes, en febrero de 2004, yo había estado en Londres y la experiencia
que viví (de racismo hacia mí porque me confundían todo el tiempo con árabe) me
marcó profundamente. La población, en general, estaba aún muy sensible por el
atentado de las torres gemelas del 11 de septiembre del 2001. Algo que, pienso,
en España y en concreto en Canarias no hizo tanta mella como en la población
británica. Llegué de Londres con la sensibilidad contra el racismo a flor de
piel y justo por esa época conocí al que se convertiría en el gran amor de mi
vida (por aquel entonces).
Desde
julio hasta diciembre de 2005 salí con él, sin decir nada en casa. En cuanto
comuniqué mi buena noticia en casa (para mí lo era, estaba tocando el cielo de
felicidad), mis padres reaccionaron muy mal. Yo estaba profundamente enamorada
de ese hombre, si han leído “La pasión turca”, yo viví algo así, pero en
versión marroquí. Y decidieron cortarme el suministro económico, así que me vi
obligada a buscarme un trabajo. En la primera semana encontré uno como
teleoperadora en una fábrica de colchones de Los Majuelos. Mi trabajo consistía
en persuadir por teléfono a las personas, para que aceptaran que uno de
nuestros comerciales fuera a su casa con uno de nuestros colchones de última generación y lo
probara, haciendo ventas en caliente.
Mi
lugar de trabajo durante tres meses (desde enero a marzo de 2005, quédense con
las fechas) fue una oficina inmensa compuesta por unos veinte cubículos, todos/as
mis compañeros/as eran, casualmente, estudiantes universitarios/as como yo. Rápidamente
hice clic con mi compañera de cubículo y de vez en cuando ella se acercaba al
mío para hablarme. Algo que rápidamente cortó nuestro jefe, quien de vez en
cuando se paseaba por los cubículos escuchando nuestras conversaciones al teléfono.
Mi
trabajo consistía en aprenderme de memoria un guion que debía decir al
teléfono, persuadiendo al oyente y tratando de que no me colgara en ningún
momento. Desde la primera semana cerré ventas y, como los pagos eran semanales,
pude hacerme con los premios que por ventas cerradas nos daban.
Los
cubículos estaban configurados para no tener distracciones mientras trabajábamos,
eso nos decía el jefe. Y durante toda la jornada no podíamos quitarnos los
auriculares con micrófono que teníamos. Solamente en el descanso de media hora
(cada uno se traía su comida y bebida de casa). El trabajo me gustaba mucho, la
verdad. Lo único que tenía que hacer era lo más sencillo del mundo para una
canaria; hablar con voz seductora al teléfono. Lo verdaderamente malo de este trabajo era tener que coger la guagua a La Laguna de noche, en aquella parada de Los Majuelos, casi sin marquesina y en las gélidas noches laguneras de los meses de enero y febrero. ¡Cuánto frío pasé, Dios mío!
Pero
pasaba el tiempo y yo aún no había firmado mi contrato (sí, sí, como lo leen),
lo pregunté a mis compañeras y me decían que a ellas igualmente no les hicieron
firmar el contrato hasta meses después. Algo a todas luces ilegal, pero,
santurrona de mí, en aquel entonces no me dio por ponerme a amenazar con la ley
en la mano a un jefe abusivo y corrupto.
Hasta
que un día, precisamente en una sesión de estudio nocturno en la biblioteca de
Magisterio, comenté mi caso con una compañera de Derecho y me alertó de la mala
praxis empresarial de esa empresa. Incluso de que ya corría el rumor de una
denuncia colectiva. Así que, al día siguiente, me planté en el despacho del jefe.
Con tan mala suerte, de que justo cuando empezaba con mi oratoria me vinieron
unas arcadas inesquivables. ¡Estaba embarazada de tres meses! No se me notaba
la barriga y casi no tenía síntomas, pero justo en ese momento parecieron
venirme todos de golpe. Tuve que abandonar el despacho en medio de una arcada bestial,
fui rápido a los baños y ahí vomité hasta mi DNI. El jefe me esperaba al otro
lado de la puerta del baño y no dejaba de golpear la puerta preguntándome si
estaba bien. Salí y… ¡Mierda! Le conté la verdad en un arrebato de sinceridad:
—
Sí, estoy bien. Lo que pasa es que estoy embarazada de tres
meses.
Ese mismo día me dio a firmar el aviso de no superar el “período de prueba”.
Nunca le denuncié.
Mi vida dio otro de sus giros radicales y dejé mis estudios
en Derecho para irme a vivir con el que creía era el amor de mi vida a su piso.
Fue el momento de vivir mi embarazo y amor en paz, sólo quería eso.
Lo que pasó después creo que ya lo saben.
Mi veintena fue muy intensa.
Ana Naira Gorrín Navarro.
04/05/2024.
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