Noche de Finados en Canarias
Muchísimos años han pasado desde aquellas noches de reuniones
familiares en la casa de campo de mi familia materna, mis abuelos Navarro, en
La Caldera. Donde tantas y tantas tradiciones canarias aprendí.
Esta casa estaba (y sigue estando, sólo que ya no tiene nada
nuestro porque fue vendida) en medio de una finca, junto a un barranco y
rodeada de plataneras, tomateras, aguacateros, naranjos, limoneros e higueras.
Además de toda una variedad de pencas y retamas de mi sur canario. En su lado
sur daba al mar y en el norte a la montaña. Su azotea era un paraíso en la
tierra, absolutamente rodeado de vegetación, impregnado con el aroma de las
plataneras y de la naturaleza viva canaria. Desde ella, a un lado podías ver el
cerúleo mar y sentir todo el canto interno que te provocaba, y, al otro lado,
las resplandecientes montañas que coronaban La Caldera (las mismas que mi
hermano Omar, siendo un niño de seis años, casi da fuego en una ocasión, ja,
ja, pero eso es otro cuento que les haré otro día).
Recuerdo pasarme tardes enteras acostada en el suelo rojo de
aquella azotea, leyendo o, simplemente, cogiendo sol junto a mis primas,
mientras mi abuela tejía sentada en su silla mecedora viéndonos y escuchándonos
decir tonterías. De vez en cuando arrancaba alguna carcajada, como aquel día en
que ya hartas de coger sol y aburridas, mis primas, las niñas de la casa de al
lado y yo empezamos a jugar a que yo transmitía las noticias (de niña soñaba,
entre las mil y una profesiones que imaginaba tener, con ser “la del tiempo” y
salir en los telediarios retransmitiéndolo), otra era la cámara, otra la
técnica de sonido, otra la animadora del público, otras las presentadoras del
informativo, otras el público, … Siento decir que siempre fui una “Doña
Gobiernos”, como me decía cariñosamente mi abuela, y, normalmente, era yo la
instigadora de todos estos juegos y fantasías varias. En esta ocasión, mi
abuela se desternilló de risa cuando solté una burrada, tan propia de mi
verborrea e imaginación hiperactivas, tal como: << Pues sí, señoras y
señores, mañana y pasado mañana estaremos inmersos en un fenómeno meteorológico
hasta ahora desconocido, ya que la lluvia no irá de arriba hacia abajo, cayendo
de las nubes, sino que saldrá de la tierra a toda presión contra las nubes, es
decir, irá de abajo a arriba>>. Fue tal el jaleo de risas, piernas y
brazos abiertos y desperdigados por el suelo que se armó, con todas muertas de
risa tiradas por el suelo y dobladas de tanto reír, que se me quedó para
siempre ese momento grabado a fuego en la memoria. Sobre todo, la risa de mi
abuela Jacinta (Mamichinta como la llamábamos, que luego derivó en Chinty), con
sus ojos completamente achinados y cerrados de la risa y toda su dentadura
nívea a la luz. Agarrándose la barriga, porque le dolía de tan fuerte que se
echó a reír inopinadamente.
El mantel de cuadros, la mesa inmensa a la que se anexionaban
otras mesas para que cupiéramos todos/as, los adultos/las adultas y los
niños/las niñas. El olor del cochinillo asado que mi abuelo había matado con
sus propias manos y mi abuela, madre y tías habían cocinado. El de las castañas
que se asaban a fuego lento, el olor al vino que los adultos se iban pasando de
mano en mano mientras se lo servían en los vasitos chicos del vino que tan
populares eran por ese entonces (ahora todo el mundo lo toma en copa, hasta en
sus casas, pero por esa época lo normal era tomarlo en los consabidos “vasitos
chicos del vino”). Mi abuela hacía sus tortillas españolas (gordas a más no
poder y también sabrosas como ningunas otras, les juro que nunca más probé unas
tortillas españolas como ésas).
Nos reuníamos en Navidad, cumpleaños, ocasiones especiales y…,
¡en Finados! Un día como hoy, por ejemplo, era una buena ocasión para matar un
cochino, un par de conejos y gallinas (mi abuela hacía unas sopas deliciosas
con ellas) y disfrutar en torno a la mesa de estar juntos recordando a los que
se habían ido al Más Allá.
Porque esta noche en Canarias, no se celebraba Halloween
(esto es una apropiación cultural que no es nuestra, es anglicana, aunque de
origen celta y ya extendida por toda Europa, América y el mundo), pero
nosotros/as celebrábamos LA NOCHE DE FINADOS. Los más mayores, por ejemplo, los
de la generación de mis padres. Iban de casa en casa al caer la medianoche y
decían: “Un pan por Dios” (que sería el homólogo de hoy en día del truco o
trato). Quienes abrían la puerta, les daban huevos duros, almendras, pan… Y
alguna que otra golosina (que en esa época eran galletas, naranjas, pasas,
frutas dulces en almíbar, algún que otro postre casero hecho en casa y cosas
así), era la tradición canaria. La tradición mandaba a contar historias de
miedo, normalmente inventadas por los mayores y, una vez se terminaban las
historias, se preparaba todo para la actividad del día siguiente, “el enrame” y
de esta preparación solían encargarse las mujeres de la familia.
“El enrame” consistía en decorar con flores las tumbas y
lápidas de los familiares, rezándoles y cantándoles, hablándoles; contándoles
nuestras vidas y diciéndoles a viva voz lo mucho que les echamos de menos, pero
(esto es importante, porque no había que molestar a las ánimas)
dejándoles bien claro que seguimos en la brega (la lucha) y somos felices en la
Tierra, para no perturbar el descanso eterno de nuestros seres queridos y,
simplemente, agasajarlos en su día.
En algunos lugares, según terminaba la celebración familiar,
se continuaba celebrando en la plaza del pueblo, con música popular canaria, más
castañas y algo más de anís y vino. Respecto a esta parte más popular y menos
familiar, hay otra costumbre que hoy en día perdura en algunos puntos de la
isla de Gran Canaria, los “Ranchos de ánimas”, agrupaciones folklóricas que
actuaban, y actúan, por las calles recogiendo donativos particulares que
posteriormente se dedicaban a cubrir los gastos de los sepelios de los menos
pudientes.
Soy canaria “rajada” como decimos en mi tierra, de pura cepa,
y me gusta recordar que hoy, al menos para mí, es la Noche de Finados, no de
“Jalogüín”.
¡FELIZ NOCHE DE FINADOS!