47 en 13

 Tengo 46 años (nací en 1979). En los últimos trece años he ganado 47 kilos. No ha mermado ni mi autoestima ni mi imagen propia, pero me gusta hablar de ello. ¿Por qué he llegado a esta obesidad? ¿He hecho algo al respecto? El estrés y las responsabilidades elevaron mi cortisol, y encontré en el dulce un consuelo inmediato: un subidón de dopamina que anestesia el cerebro y me ayuda a sobrellevar el peso de los días. Escribo como terapia, pero —a decir verdad— apenas tengo tiempo para mi afición favorita. Llego agotada tras la jornada laboral, y en casa me espera otra: la de ser madre soltera. No por elección, sino por supervivencia.


Sé que a muchos les parecerá trivial no tener a nadie con quien compartir el peso de las decisiones cotidianas. Pero solo quien ha sido madre y padre al mismo tiempo sabrá lo que supone cargar, en solitario, con la responsabilidad de una vida. Y, a la vez, ha sido la experiencia más hermosa de mi existencia. Ser madre le dio sentido a todo. Siempre será lo mejor que me ha pasado y lo más grande que haya hecho. Pero también es duro. Muy duro. Y hay que contarlo.


Sí: engordé para adelgazar mis miedos. Alimenté con dulces mis amarguras. Probé varias alternativas: dieta y gimnasio (en 2014 funcionó, pero bastó con abandonar la rutina para caer en el efecto rebote); ayuno intermitente (me desencadenó migrañas); inyecciones de Ozempic (perdí 20 kilos, pero al no estar financiado por la Seguridad Social y requerir dosis crecientes, tuve que dejarlo). Y, de nuevo, rebote. Intenté que la sanidad pública me aceptara para cirugía bariátrica, pero tendría que pesar 135 kilos. Paradójicamente, estoy sana. No tengo tensión alta, ni diabetes, ni colesterol. Mi sangre es limpia, y mi salud, en términos médicos, impecable (a Dios gracias). Pero en esta sociedad gordófoba, estar sana no basta.


Los cuerpos como el mío no caben. No caben en las sillas de plástico de los festivales, ni en los aviones donde hasta los asientos XXL se encogen, ni en las tiendas del barrio, donde es casi imposible encontrar mi talla. Por eso compro todo por internet. No cabemos en el molde. Y quien no se somete, incomoda.


Al ver fotos de hace trece años, reconozco que mi rostro ha cambiado. Mis ojos eran grandes, ahora parecen achinados. Los pómulos han desaparecido y las aristas bereberes de mi cara se han difuminado entre los cachetes que la colonizan. Incluso mis hoyuelos, al reír, tienen dificultades para salir a flote.


Y cada lunes me prometo lo mismo: dejar el dulce, empezar a moverme, cambiar el rumbo. Pero sigue siendo mi asignatura pendiente. Prefiero cumplir rápido con las labores domésticas para dedicarme a escribir, leer o maquinar la escaleta de mi próxima novela.


Algún día lograré organizar mejor mis tardes. Y tal vez, con suerte, regresar a mi peso ideal. Por ahora, me acepto tal como soy. Y me quiero mucho. Aunque la sociedad se empeñe en convencerme, cada día, de que no debería hacerlo.





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