Lo que aprendí de los indígenas americanos. Escucha activa.
Hay saberes que no se aprenden en libros, ni en universidades, ni en cursillos. Hay conocimientos que se beben con los ojos, se palpan con el alma y se entienden —si una está dispuesta— con el corazón. Así fue como aprendí de los pueblos indígenas americanos la escucha activa: escuchando sin filtros, observando sin prejuicios y dejando que me desmontaran el ego, pieza a pieza.
Ellos tienen algo que aquí hemos perdido: conciencia colectiva. Y no hablo de una especie de “comunismo espiritual”, no. Hablo de vivir con el otro en mente, de decidir pensando en el bien común antes que en el beneficio propio. En su cultura, no se concibe el éxito si no es compartido, ni se tolera el bienestar si a tu alrededor hay dolor. Su forma de entender la vida es profundamente comunitaria, y eso, sinceramente, me dio una bofetada de realidad.
En sus comunidades, nadie se queda atrás. La salud de uno es la salud de todos. El alimento se reparte, el conocimiento se transmite, la pena se acompaña. Pero si algo me caló hondo fue su manera de escuchar. Escuchar, de verdad. No eso que hacemos la mayoría, que es aguantar en silencio mientras esperamos nuestro turno para soltar lo nuestro. No. Escuchar sin interrumpir ni atropellar al otro, sin querer tener razón, sin preparar la respuesta mientras el otro todavía está abriendo su alma en su relato. Dejando tiempo y espacio para los silencios y valorar, con los ojos del corazón, el rostro de la otra persona. Huyendo de quienes tratan de manipular al otro a través de la palabra y de bombardear con ellas sin espacios a los silencios o escuchas, como si fuera una guerra y no un intento de comunicación y cohesión.
Con ellos entendí que escuchar es mucho más que oír. Es un acto completo, casi sagrado. Se escucha con los oídos, sí, pero también con la piel, con los ojos, con el cuerpo entero. Se escucha con la intuición, con ese sexto sentido que hemos silenciado entre tanto ruido y distancia con la Madre Naturaleza. Aprendí a leer a las personas más allá de sus palabras: en los temblores de la voz, en las manos que se retuercen, en la mirada que se escapa, en los hombros caídos, en la vibración de la energía baja. A percibir cuándo alguien necesita hablar, aunque no lo diga, y cuándo el silencio es también una forma de gritar.
Escuchar así es un ejercicio de humildad. Porque para escuchar bien hay que hacerse a un lado, vaciarse un poco de una misma y dejar espacio. Es un gesto de respeto y de entrega. En esos pueblos, el amor no se proclama: se practica en actos como este: la escucha activa y la empatía con el otro.
También me enseñaron a hablar. A decir las cosas sin rodeos, sin disfrazar la verdad para que no incomode. A usar la palabra con honestidad quirúrgica, sin trampa ni cartón, sin adornos innecesarios ni intenciones ocultas. Con ellos aprendí que la sinceridad y honestidad no son grosería, son respeto. Siempre y cuando se comuniquen las cosas sin ofender y desde la educación y buenas maneras. Y que la claridad no mata, salva.
Quizás lo que más me marcó fue descubrir que no todo gira en torno a uno mismo. Que ser parte de algo más grande —una comunidad, una tierra, una historia— no te reduce: te expande. Que solo cuando el “nosotros” está fuerte, el “yo” florece de verdad.
Una de las cosas que más me incomodaron —y me hicieron despertar— al conocer otras cosmovisiones, como la de los pueblos indígenas americanos, fue darme cuenta de que yo también venía contaminada. Porque crecer en Occidente es nacer dentro de un marco mental que no se cuestiona a sí mismo, que se cree centro de gravedad del universo, modelo de civilización y vara de medirlo todo.
Europa no es solo un continente: es una forma de mirar. Y esa mirada, eurocentrista, se cuela en todas partes. En la historia oficial, donde se habla de “descubrimiento” de América como si allí no hubiese nada antes de que llegaran los barcos. En la educación, donde la filosofía empieza con Grecia y acaba en Kant, ignorando siglos de pensamiento africano, asiático o indígena. En el arte, en la política, en la ciencia. En los juicios de valor y un largo etcétera.
El pensamiento europeo, ese que se vendió como ilustrado y progresista, arrastra una necesidad constante de colonizar. Si no es con armas, es con ideas. Si no es con religión, es con discursos sobre el desarrollo, la democracia o la modernidad. Se ha instalado cómodamente en el trono del “saber” y desde ahí reparte lecciones al resto del planeta. Condescendencia disfrazada de ayuda. Intervención disfrazada de salvación.
Y lo más perverso de todo es que muchos hemos crecido creyendo que eso era lo normal. Que el mundo empieza en Europa y todo lo que se aleje de sus esquemas es folclore, atraso o superstición. Que lo verdaderamente “serio”, “válido” o “universal” viene de ahí. Mientras tanto, miles de años de sabiduría indígena son tratados como curiosidades exóticas, y no como lo que son: filosofías profundas, coherentes y tremendamente actuales en un mundo que se está desmoronando por culpa, justamente, del exceso de razón sin alma.
El eurocentrismo es una jaula invisible. Te hace mirar a los demás desde arriba, sin darte cuenta. Te hace comparar, juzgar, menospreciar. Y peor aún: te hace despreciar lo tuyo si no encaja en ese molde. Porque el colonizado no solo es dominado, también es domesticado para que imite al colonizador, lo admire y quiera parecerse a él. ¿Cuántas lenguas se han perdido porque eran vistas como “inferiores”? ¿Cuántos saberes ancestrales fueron barridos por el “progreso”? ¿Cuántas espiritualidades fueron aplastadas por una cruz?
Europa ha aportado muchas cosas, sí, pero también ha arrasado otras tantas. El problema no es lo europeo en sí, sino esa arrogancia estructural que se niega a aceptar que no es el único camino. Que no es el centro. Que no lo ha inventado todo.
Es hora de mirar más allá del ombligo, de practicar la escucha activa con el mundo entero. De dejar de usar la brújula europea para orientarnos.
A veces pienso que si viviéramos con un poquito más de esa sabiduría ancestral, este mundo sería menos agresivo, menos solitario, menos ansioso. Más humano.
Porque, al final, lo que aprendí de los indígenas americanos no fueron lecciones exóticas de otro mundo. Fue recordar lo que en el fondo ya sabíamos, pero habíamos olvidado: que vivir bien es vivir con los demás en el centro.
Ana Naira Gorrín Navarro (Nayra).
En Los Gigantes, a viernes 9 de mayo de 2025.
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