Siempre he sido una outsider, una de esas almas que eligen habitar en los márgenes. De niña, mientras otros niños jugaban en la calle, yo permanecía en casa, refugiada entre las páginas de los libros o dejando que las palabras fluyeran de mi pluma. Luego, en la adolescencia, me enamoré de un hombre doce años mayor que yo, un indio amazónico cuya cultura era un universo completamente ajeno al mío. A través de él, aprendí a mirar el mundo con los ojos de una antropóloga sociocultural, comprendiendo que la realidad no es más que una construcción plural y caleidoscópica.
Más tarde, fui madre de mi único hijo junto a un hombre árabe de quien, en su día, me enamoré con locura. Pero ese amor también me enseñó a sobrevivir a las sombras de la violencia machista. Salí de aquel abismo transformada, aunque con cicatrices que, a su manera, cuentan historias que no deberían repetirse.
Jamás quise sucumbir al fetichismo de las marcas; fue mi forma de rebelarme contra el consumismo que asfixia la individualidad y desdibuja las virtudes humanas. Sin embargo, al llegar la crisis de los cuarenta, mi cuerpo cambió. De pesar 75 u 80 kilos, pasé a 120. Mido 1,75, y fue entonces cuando descubrí cómo esta sociedad margina a las personas de talla grande. La exclusión no se limita a las tiendas de ropa; se extiende a los transportes públicos, a las sillas de los eventos populares –¿quién ha visto alguna vez una silla diseñada para cuerpos grandes en una fiesta de pueblo?–. Incluso en la consulta médica, donde, independientemente del motivo de tu visita, la obesidad será siempre el chivo expiatorio.
La gordofobia social es una realidad que solo comprende quien la vive. Y quizá tu peso no sea fruto de hábitos poco saludables, sino de una predisposición genética. Pero eso no importa: cargarás con la culpa y el estigma para siempre. Existen tratamientos milagrosos, sí, inyecciones que suprimen el hambre, pero no están al alcance de todos; su coste es prohibitivo, y, aunque prometen evitar el temido efecto rebote, el organismo rara vez cumple tales promesas. Lo sé, lo he vivido.
Habitar los márgenes te hace diferente. Desarrollas mecanismos de resistencia, estrategias de supervivencia que otros ni imaginan. Pero no debería ser así. Nadie debería verse obligado a construir trincheras en un mundo que debería ser inclusivo, que debería abrazar la diversidad en todas sus formas: corporal, ideológica, étnica, cultural, religiosa... El ser humano no puede ser reducido a etiquetas; somos vastos, inabarcables, tan infinitos como el universo mismo.
Nos hace falta más bondad. Más empatía. Más sentido de comunidad. En todos los rincones de nuestra existencia.
Un abrazo a quienes se hayan sentido identificados con estas palabras. Sé lo que cuesta enfrentarse al mundo cada día. Pero aquí seguimos, en pie, reclamando nuestro espacio.
Ana Naira Gorrín Navarro.
13/01/2025.
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