La delegada. La que incomoda.
Desde niña despierto cierta animadversión por mi carácter contundente. Aunque en apariencia parezco una osita amorosa, en realidad me asemejo más a una arisca gata azul rusa o a una bárbara del norte, fría como un témpano de hielo. Y, sin embargo, quienes me conocen en lo íntimo saben que, cuando me enamoro, soy la peor de las mujeres apasionadas: lo vivo todo en los extremos, tan ardiente como gélida. En mí no existe el término medio.
Me crie en un entorno de enorme exigencia académica: o sacaba un sobresaliente, o un ocho se consideraba tan malo como un uno. Ese listón imposible despertó en mí una autoexigencia desmesurada, tanto que en la carrera de Derecho, si no estaba absolutamente segura de que aprobaría con nota, prefería no presentarme al examen. ¡Imaginen qué tortura! Un trauma que solo logré comprender y empezar a sanar ya de adulta, con la psicóloga Daniela Curti, en Adeje, cuando cumplí los cuarenta años. Y aún me queda pendiente enfrentar otra batalla en terapia: la de mi trastorno alimenticio. Mi obesidad no es más que la consecuencia de un conflicto mental: el estrés y la ansiedad me arrastran a la comida, que se convierte en refugio y calma, aliada además con mi adicción al dulce. Algún día, cuando pueda permitírmelo, iniciaré ese proceso que exige al menos un año de sesiones semanales.
En el colegio los profesores siempre me designaban delegada, y yo no escatimaba en negativos cuando alguien se portaba mal. Eso me granjeó odios, resquemores y alguna que otra trifulca en el patio. Al principio no sabía responder a los ataques físicos, pero pronto, gracias a que di el estirón antes incluso que muchos niños, me convertí en una de las más corpulentas de la clase y aprendí a defenderme muy bien a base de patadas voladoras. Así dejaron de atacarme, porque yo respondía con fiereza. Los insultos y el bullying tampoco me afectaron: siempre fui lo bastante estoica para entender que quien intentaba apagarte lo hacía porque ha percibido tu luz. Al contrario, aquellos intentos de menoscabarme engrandecían mi ego:
— Si les incomodo, es porque brillo demasiado — era mi pensamiento.
Ese sello no quedó atrás en mi infancia, también me acompañó en la vida adulta. No sé por qué motivo muchos me perciben como una amenaza, quizá solo por mi manera de ser. Decir lo que pienso, sin hipocresías ni máscaras, contribuye a que no sea del agrado de todos. A la sociedad le encanta lo políticamente correcto, aunque esté vacío, pero yo no sé disfrazar mis palabras. Prefiero la honestidad, aun a riesgo de caer mal. Y lo sé bien: muchos hombres, solo porque una mujer piense distinto, se sienten atacados y responden tachándola de brusca.
No me quitaré jamás la etiqueta de “la delegada”: esa figura que, como la inspectora Indira Ramos de los libros de Santiago Díaz Cortés, despierta recelos allí donde va por no ser fácil de querer. Indira irrita porque no encaja en el molde del héroe carismático: sufre un TOC que la condena a la obsesión por la limpieza y el orden, es inflexible en su moral hasta lo exasperante, carece de simpatía social y resulta seca, antipática, incómoda. Pero justamente ahí radica su poder: rompe el molde, encarna lo que nadie quiere ver —la rigidez, la obsesión, la torpeza emocional— y, por eso mismo, permanece. Su integridad la vuelve excesiva, casi inhumana, y la hace chocar con todos.
Y quizás yo también sea así: alguien que incomoda, que no es fácil de abrazar, que no cae bien a la primera. Pero en un mundo de disfraces, prefiero ser la verdad que molesta antes que la mentira que agrada. Porque, al final, lo verdaderamente inolvidable nunca es lo dócil, sino lo que deja huella aunque arda al tocarlo.
Ana Naira (Nayra) Gorrín Navarro.
20/08/2025.
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