Bridget Jones y la implacable dictadura del tiempo
Ayer volví al cine, ese refugio al que acudo con la
misma devoción con la que otros visitan un templo. Suelo ir sola, sumergirme en
la penumbra y dejar que las historias me devoren sin testigos. Pero esta vez
fui acompañada por mi dulce amiga, la poliédrica artista Sandra Santana, cuya
presencia añade siempre una pincelada de magia a cualquier velada.
La elección no fue casual: Bridget Jones: Loca por
él, la cuarta entrega de una saga que ha acompañado a toda una generación
de mujeres que crecieron entre sus tropiezos y su arrollador sentido del humor.
Dirigida por Michael Morris, la película nos devuelve a una Bridget madura,
interpretada por una Renée Zellweger que retoma su icónico papel con la misma
naturalidad de siempre, pero con un peso distinto sobre los hombros: el de la
maternidad y el duelo. Viuda de Mark Darcy, la heroína de tantas risas y
desventuras enfrenta ahora la complejidad de criar a su hijo, de reencontrarse
con su profesión y, sobre todo, de atreverse a abrir el corazón cuando ya nadie
espera que lo haga.
La película mantiene el sello que hizo de Bridget un
personaje entrañable: el equilibrio entre la torpeza y la lucidez, entre la
comedia ligera y la profundidad inesperada. Hay risas, sí, pero también una
mirada más reflexiva sobre la pérdida, la resiliencia y las segundas
oportunidades. Hugh Grant regresa a escena y junto a él aparecen nuevas caras,
como la de Leo Woodall, quien interpreta a Roxster, un personaje que, para mí,
evocó más recuerdos de los que habría imaginado.
Pero no es la película lo que ha llenado los
titulares. No. Una vez más, la maquinaria implacable del cine y la prensa han
demostrado su doble moral. No han hablado del guion ni de la dirección. No se
han detenido en la construcción del personaje ni en la evolución de la
historia. Se han lanzado, con la ferocidad reservada exclusivamente a las
mujeres, sobre Renée Zellweger y su mayor delito: haber envejecido.
No importa que su interpretación siga siendo
magistral. No importa que su sonrisa siga iluminando la pantalla o que su
Bridget, con sus cicatrices, sea más auténtica que nunca. Lo único que parece
importar es que su piel ya no es la de una muñeca de porcelana y que su rostro,
ajeno a la tiranía de los filtros, ha osado reflejar el paso del tiempo.
Mientras tanto, Hugh Grant camina por la alfombra roja envuelto en la
indulgencia que el mundo reserva a los hombres. Sus arrugas no son objeto de
escarnio, sino testimonio de un encanto maduro. A él, los años le otorgan
respetabilidad; a ella, le arrebatan el derecho a la pantalla.
La hipocresía es asfixiante. Se espera de nosotras que
luchemos contra los años como si en ello nos fuera la dignidad. Se nos exige
detener el tiempo, encapsularnos en la versión más complaciente de nosotras
mismas, mientras que a ellos se les concede el privilegio del envejecimiento
sereno, casi venerado. Zellweger no ha envejecido mal. Simplemente ha
envejecido. Y eso, por alguna razón, resulta intolerable para una industria que
aún no ha aprendido a contar historias de mujeres sin exigirles la eterna
juventud.
Pero, a pesar de todo, la película es encantadora. Y
no solo por lo que narra, sino por lo que me evocó. Me transportó, sin previo
aviso, a un momento de mi vida en el que también tuve a mi Roxster particular. Un
huracán de juventud que llegó con la arrogancia deliciosa de quien cree que el
tiempo es un concepto ajeno a su piel tersa. No preguntó mi edad, porque no le
importaba. Fui yo quien la llevaba como un peso invisible. Fui yo quien sintió
la mirada inquisitiva del mundo cuando nos veían juntos, quien supo que, aunque
la piel aún ardiera y el deseo no entendiera de cifras, siempre habría quien
susurrara ridícula a mis espaldas.
Porque cuando una mujer es mayor, el amor se vuelve
una transgresión. Si la historia hubiera sido al revés, si él hubiera sido el
que doblaba mi edad, las miradas habrían sido de aprobación, incluso de
envidia. “Un hombre que sabe lo que quiere”, dirían. Pero cuando es ella
quien se permite el placer de un amor sin medidas, el relato se vuelve
incómodo. ¿Por qué sigue siendo un escándalo que una mujer se atreva a gozar, a
reír, a empezar de nuevo?
Bridget lo vivió. Yo también.
Y si algo aprendí de aquel Roxster, de su impaciencia
por devorarse el mundo y su risa despreocupada, es que el tiempo no se mide en
años, sino en los momentos en los que nos atrevemos a vivir sin pedir permiso. Que
no hemos venido a sobrevivir, sino a vivir. Porque un día nos iremos y lo único
que quedará serán los instantes en los que fuimos audaces, los besos que no
contuvieron miedo, las madrugadas que desafiaron el amanecer.
¡Que vivan los Roxsters!
P.D.: Aunque el final de la película… no es como una
lo imagina.
Ana Naira Gorrín Navarro.
16/02/2025.
Querida amiga, gracias por haberme invitado a pasar una maravillosa tarde de cine contigo en la que un desconocido corazón andante me abrazó el alma dos veces. Qué difícil es ser Bridget, ya sea joven o madura. Y yo he sido muy Bridget toda mi vida. Torpe en mis decisiones con la presión de simplemente existir bajo un canon de belleza que, a menudo, es una esclavitud. La inseguridad querer ser y no saber. La crueldad de ser una misma y que constantemente te juzguen por ello. La exigencia y la presión de tener que demostrar más en el plano profesional es otro látigo inevitable. En cuanto al amor y las diferencias de edad, el problema es el mismo de siempre: los ritmos, porque lo que nos distancia no son los años, sino las necesidades que biológicamente y socialmente nos marca la propia vida.
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