Londres, lento y blanco.

Recuerdo un anochecer helado.
Era febrero de 2003 y Londres palpitaba.
Paseaba con una amiga,
cargadas de bolsas y sueños,
cuando la primera nevada del año
descendió como un suspiro blanco,
lento, romántico, maravilloso.

Los copos danzaban en el aire gris,
acariciando tejados, calles y miradas.
Cada paso era un poema,
una coreografía de alientos dibujados,
mientras el frío —intenso, inolvidable—
se colaba por cada rendija del alma.

La ciudad se detuvo,
silencio roto por nuestras risas,
aliento en el aire, efímero,
huellas frescas marcando la escarcha.
El crujir de la nieve bajo los pies,
el eco lejano de una campana,
y el murmullo del mundo temblando.

Soñábamos con una taza humeante,
chocolate Cadbury caliente entre las manos,
dulzura que prometía abrigo,
mientras buscábamos el refugio dorado
del café Starbucks,
donde el calor se pegaba al cristal empañado,
y la ciudad, afuera, se vestía de cuento.

Pero, ¿cómo abandonar aquel instante?
Había magia en la lentitud del tiempo,
en la complicidad de dos miradas amigas,
en el frío que abrazaba sin pedir permiso.

Londres, blanco y silencioso,
nos regaló un momento suspendido,
donde el invierno no dolía,
sino que tejía un recuerdo tibio,
grabado para siempre
en la nieve de nuestras memorias.

Londres, febrero de 2003. Mi amiga Rosa Isabel Hernández y yo. 

La primera vez que vimos nevar.  


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