Escribir con música, ¡qué placer!

 Mientras suena el Allegro non moto del "Verano" de Vivaldi, cierro los ojos y dejo que las notas suaves al principio me envuelvan como una brisa cálida antes de la tormenta. Las cuerdas del violín susurran historias de calor, de campos bañados por el sol, de chicharas escondidas en la espesura. Todo parece tranquilo, pero hay algo en la atmósfera, una tensión que crece poco a poco, como cuando las nubes oscuras comienzan a formarse en el horizonte.

Veo a una figura solitaria caminando entre viñedos, con el rostro perlado de sudor, sintiendo cómo el viento cambia de dirección. Los pájaros dejan de cantar, y las hojas tiemblan con nerviosismo. Es un momento suspendido, el preludio de algo inevitable. Es verano en su máximo esplendor, pero también en su punto más frágil, donde la belleza puede desmoronarse en un segundo.

El violín acelera su pulso, y en mi mente aparecen imágenes de ramas agitadas, de gotas de lluvia que estallan contra la tierra seca, liberando ese aroma tan característico: el petricor. Es como si la naturaleza se estuviera rebelando, gritando su poder con cada nota aguda y cada trémolo vertiginoso.

De repente, imagino refugios. Una cabaña pequeña en medio del campo, con ventanas temblorosas y olor a madera húmeda. Dentro, alguien enciende una vela con aroma a vainilla y canela, observando el espectáculo desde la seguridad de la penumbra. Afuera, los relámpagos iluminan brevemente los montes, desvelando paisajes que parecen de otro mundo, misteriosos, casi místicos. 

Cuando la música parece calmarse, vuelvo al inicio, al calor previo a la tormenta. Me doy cuenta de que el ciclo no termina. Todo en la naturaleza es cíclico: calma, tensión, explosión, y vuelta al sosiego. Y ahí estoy yo, atrapada en esa rueda infinita, dejando que el violín me recuerde lo pequeña que soy ante las fuerzas de la tierra y el tiempo.

Ana Naira Gorrín Navarro. 

1 de febrero de 2025.