Escribe lo que te hace sentir la melodía Claro de luna de Beethoven
Claro de luna
La primera nota cae suave, como una gota de agua que se desliza por la piel de una hoja y desaparece en el aire. Es de noche y el mundo respira lento. El aire huele a madera húmeda y a un perfume que se ha quedado suspendido en el tiempo, como un secreto olvidado. Escucho el primer movimiento de la Sonata Claro de Luna, y siento cómo la melodía se extiende delicada, como una bruma ligera que cubre el lago del alma. Cada nota es un susurro, cada pausa, un espacio donde la melancolía danza con el silencio.
Mis manos descansan frías sobre la mesa, mientras la música sube y baja como olas en un mar dormido bajo la mirada cómplice de la luna. Es nostalgia contenida, una espera serena, un eco que reverbera en habitaciones vacías donde la luz plateada se filtra tímidamente por una ventana entreabierta.
Llega el segundo movimiento. Dulce, como el roce de unos dedos apenas perceptibles en la piel, como un suspiro que no termina de exhalarse. Es el instante donde la calma se hace refugio, donde todo se detiene antes de romperse. Me veo caminando por un sendero cubierto de hojas, mientras la luna tiñe de plata la tierra húmeda y las sombras son más suaves, como recuerdos que no duelen. La brisa, ligera, trae consigo promesas de equilibrio, aunque la intuición me dice que esta calma es solo el preludio de algo más profundo.
Y entonces irrumpe el tercer movimiento: un vendaval desatado, un torbellino que arrastra todo a su paso. No hay aviso, solo el impacto. Las notas caen como lluvia torrencial sobre la tierra reseca del alma. Imagino al viento golpeando ventanas, levantando hojas en espirales furiosas, haciendo temblar las ramas desnudas de los árboles. Cada compás es un grito, cada ascenso, un aliento contenido. Mi corazón late al compás del piano, como si también se viera arrastrado por esa vorágine de emociones que no dejan espacio para la razón.
El clímax no es solo furia, es una lucha entre el caos y la belleza. Es querer correr y quedarse quieto, romperse y repararse al mismo tiempo. Es la contradicción que nos hace humanos: temer el abismo, pero sentir el impulso de saltar. Las últimas notas llegan como un torrente final, y entonces… el silencio. Pero no es un silencio vacío. Es el susurro de la tierra después de la tormenta, el suspiro del mundo cuando todo vuelve a su lugar.
Quedo ahí, quieta, con los ecos del piano aún vibrando en mis oídos, y siento cómo la noche se acomoda de nuevo, como un abrigo cálido tras el frío.
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