¿Qué es el verano?
El verano, para mí, es un hilo sin fin, un eterno presente. Vivo en Canarias, en un rincón del suroeste donde el frío es apenas un susurro que visita fugazmente, una o dos noches al año, sin atreverse nunca a quedarse. Aquí, el abrigo es un extraño, y el sol, un fiel compañero que acaricia mi piel desde el alba hasta el último suspiro del día.
Pero el invierno existe si sé dónde buscarlo. Basta con viajar al norte de mi isla, donde el alisio trae su brisa fresca y, en lo alto, El Teide se viste de blanco. Allí, la nieve cubre sus laderas y recuerda a quienes miran hacia su cima que incluso en el paraíso hay estaciones. Es el coloso dormido, el guardián silente de esta tierra, el volcán que aguarda en su letargo centenario, latente y poderoso.
Mientras tanto, mis días transcurren entre el aroma del salitre, la caricia dorada del sol y esos atardeceres de fuego y carmín, que tiñen el horizonte con pinceladas de ensueño. Son, sin duda, los más bellos de España, y yo los contemplo cada tarde, como quien mira un milagro cotidiano.
El verano, ahora que lo pienso de nuevo, ya no es solo sol y calor sofocante. Es más bien la mezcla de contrastes: el sonido del ventilador en la siesta, rompiendo el silencio de una tarde inmóvil, mientras el sol se filtra entre las persianas. Es el olor del cloro en la piel después de un baño en la piscina, mezclado con la brisa cargada de lavanda y tierra caliente.
Esas noches eternas, cuando la temperatura se vuelve amable y los amigos aparecen como estrellas fugaces en la terraza, con risas que flotan en el aire hasta perderse. Los veranos también son calles de pueblo con abuelos sentados en sillas de mimbre, charlando bajo farolas tenues, mientras los grillos marcan el ritmo de lo cotidiano.
Hay también un toque melancólico que no estaba allí cuando era más joven. Ahora sé que el verano no dura tanto como creía. Es un suspiro, una promesa efímera que dejo escapar entre los dedos cuando vuelven los primeros vientos frescos de septiembre. Pero, por eso mismo, cada instante es más intenso: la arena tibia entre los dedos de los pies, el primer lametón de mi helado favorito, el de limón, o los libros leídos al borde del mar, con el rumor de las olas como banda sonora.
Si cierro los ojos, escucho de nuevo las bicicletas corriendo por caminos de tierra, el chapoteo despreocupado de los niños, y siento el sol abrazándome los hombros. Me doy cuenta de que, a pesar del paso del tiempo, el verano sigue siendo mi refugio, un lugar al que siempre puedo regresar y que estará grabado siempre a fuego en mi memoria.
01/02/2025.
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