Nací, un 28 de marzo de 1979, siendo una recién nacida macrosómica, tanto de largo como de peso. Fui una bebé enorme hasta los tres años, luego comenzó el proceso de crecimiento y fui una niña delgada, de piel y hueso como me decía mi abuela materna, hasta la adolescencia. A los 14/15 años mi cuerpo comenzó a revolucionarse. ¡Hasta el cabello! Yo, de niña, tenía el cabello liso y oscuro como las indias americanas, pero al llegar a la adolescencia se me volvió rizado y castaño muy claro porque se me quemaba fácilmente con el sol desde que me cambió a rizado.
Esta foto que muestro fue de mis últimos años de piel y hueso. Soy la primera por la derecha (viendo la foto de frente, es decir, a la derecha de quien mira la foto) en la fila de atrás, era fina y larga como un Tajinaste del Teide (como me decía cariñosamente mi abuelo paterno Pepe).
De niña, en el lapso de tiempo desde los 4/5 años hasta los 14/15 años me costaba mucho acabarme los platos. Recuerdo estar sentada en la mesa, con el estómago hecho un nudo porque no tenía apetito alguno y mi padre montarme un circo a voz en grito, amedrentándome con su sola mirada de lobo furioso porque no quería comer y él me obligaba. Taponazos en la mesa, golpes en el respaldar de la silla donde yo me sentaba, insultos … Esta dinámica degeneró en que odiara la hora de sentarme a comer en familia. Y fue así hasta que en la adolescencia mi ansiedad cambió de patrón y en lugar de provocarme falta de apetito se fue al polo opuesto y provocarme un apetito voraz. No obstante, no era cualquier apetito, era y siempre ha sido apetito por lo dulce (toda clase de bizcochos, magdalenas, muffins, donuts, chocolatinas inglesas, chocolate con leche, chocolate blanco, Reese’s, Maltesers, Cadburys, …).
Y he aquí que entra en juego otra
historia de mi infancia en la que no había caído hasta que fui a terapia con
una psicóloga, pues siendo víctima de violencia de género nunca había ido a
terapia para ello. Llegó un día en que me di cuenta de que todas mis parejas
han seguido siempre el mismo patrón; todos han sido maltratadores (físicos,
psíquicos o ambos) y/o narcisistas extremos. Por ello, decidí que el problema
seguramente estaba siendo yo, porque me sentía atraída por este perfil de
hombre y que necesitaba la ayuda de una psicóloga/un psicólogo para desentrañar
el porqué. Ahora que ya lo sé ando con pies de plomo en mis relaciones con los
hombres. Y, pese a que en este momento he escogido la soledad como estado civil
(en estos momentos me siento completa estando sola y no busco ni quiero una
pareja), ahora ya sé mantenerme alerta para detectar las “red flags” y
huir. Volviendo al tema de la comida, tengo un inolvidable recuerdo de mi
abuelo materno, Armando Navarro, para mis primos/as y para mí siempre llamado
Papá Armando, luego rebautizado por mí como Paman (hice un remix). Mi abuelo
Paman siempre venía a vernos a mis hermanos y a mí, cada tarde a la misma hora,
fuera el día que fuera e hiciera el tiempo que hiciera. Ya reconocíamos el
sonido de su jeep, que aparcaba sobre la acera porque solo “ se asomaba para
vernos el hocico, darnos dos besos y una chocolatina a cada uno”, incluida yo
hasta bien entrada la adolescencia (en realidad hasta el día de su muerte me
estuvo regalando una chocolatina diariamente). Mi corazón estallaba de
felicidad cuando le veía, no por la chocolatina, sino porque siempre era cariñoso
y atento con nosotros. Me daba un beso en la frente, me acariciaba la mejilla
derecha y me daba una chocolatina, cada vez era diferente, pero siempre una
chocolatina. Me preguntaba por mis cosas, se interesaba por mis profesores, mis
estudios, por si me gustaba éste o el otro chico, …, y así fue cómo me conoció
tan bien como para sentenciar una vez esto:
-
¡Nayra, hija! Tú eres demasiado “moderna”
(¿liberal?) para un canario, tendrás que buscarte tu pareja fuera, aunque no te
veo yo siendo una mujer casada, eso no creo que vaya contigo. Te veo siendo una
mujer de ciudad, viviendo en Madrid o Barcelona. Puede que tengas hijos, porque
eres maternal y se te nota el instinto materno a flor de piel, pero seguramente
los tendrás tú sola, es un presentimiento que tengo contigo.
Y esto me lo dijo cuando yo tenía
alrededor de 14 años. ¡Nunca lo olvidaré! Mi abuelo era una persona de mundo,
había viajado por él, había conocido a muchas personas y era medio psicólogo.
Por esto guardo todas sus palabras como oro en paño en mi memoria.
Pues bien, resulta que mi
cerebro, según mi psicóloga, hizo una conexión eterna y que permanece en mi
subconsciente grabada a fuego: Me siento bien, como chocolate. Si he tenido un
mal día, si tengo preocupaciones que me causan stress o ansiedad…, ¡me apetece
comer chocolate para lograr sentirme bien otra vez! Uní esa sensación de
confort, de sentirme escuchada, de sentirme entendida (en mi entorno nunca
nadie me entendió), arropada y cobijada por mi abuelo, al chocolate. ¡El chocolate
es mi abuelo! Y a sus brazos acudo en cada mordisco. Necesitaría otra terapia,
así me lo dijo la psicóloga, para desenredar esas conexiones mentales y entablar
una relación sana con la comida. Que, al igual que con los hombres, nunca la he
tenido.
No obstante, no tengo dinero
ahora mismo para pagarme otra terapia (como mínimo 60 euros la hora y se
precisan meses e incluso años para acabar una) y la seguridad social no las
financia. Por más que sean la única solución de muchos problemas de salud graves.
Ya se conocen las carencias y la precariedad que tenemos en la Sanidad Pública
española en cuanto a salud mental se refiere.
Ahora, a cuatro días de cumplir
44 años, soy una mujer de 1 metro 73 centímetros de altura y 110 kilos de peso
(obesidad grado II). Tengo muchísimas cosas que trabajar en mí. No obstante, lo
hago desde la tranquilidad de saber que no por ser diferente soy menos que
los/las otros/as y que en esta vida no todos/as nacemos para hacer lo mismo que
los/las demás. Siempre he tenido personalidad subversiva, así me lo dictaminó
una profesora de Derecho (que se encariñó mucho conmigo y viceversa) porque
decía que yo le recordaba a ella misma a su edad y que con el tiempo no me
quedaría otra que bajar los decibelios de mi personalidad para poder integrarme
en la sociedad. Y digo yo, ¿no sería mejor que la sociedad integre a las
personas que son como yo, que ésta sea una sociedad integradora y reconocedora
del pluralismo democrático inherente a la condición de humanos/as en lugar de
tratar de meternos a todos/as/es en el mismo molde cual asiento de avión?
PD: Siempre me falta espacio en
los aviones, incluso en los asientos XL para meter las piernas e ir cómoda.
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