Cuando éramos niños/as
desarrollamos un elenco de aromas y sabores de la infancia que atrapamos
perpetuamente en la memoria sensorial y a los que siempre podemos retornar para
rememorar sentirnos bien: Ese suavizante de cabello o champú que compraba tu
madre (lo siento, en la infancia de los de mi generación la mayoría de padres
no es que participaran mucho en las labores domésticas –hacer la compra, bañar
a los niños/as,…-), esas galletitas rosadas de nombre cubano que te ponían en
la mochila del colegio junto a un jugo o batido de minibrik con cañita para el recreo y que tan sabrosas eran, esas
natillas que tan intensamente sabían a Tamatina (las de hoy no saben igual) con
una galleta María de verdad incrustada y un largo etcétera de olores y sabores.
Pero, sin duda alguna, los que de verdad no olvidamos nunca son los que nos
acuñaron nuestros abuelos/as en nuestra más tierna infancia.
En mi caso, mi abuela Catalina
siempre tenía en una gaveta de su cocina bolsas de caramelos de toffee (mal
llamados de nata) con un dibujo de una vaca en el envoltorio. Eran de la marca
Tirma, canaria, y sabían a toffee. Algunos eran blanditos y otros eran duros
como piedras, ¡pero qué gusto daba morderlos y saborearlos, con ese olorcito a
toffee tan rico! Ella compraba muchas bolsas y las abría, dejando los caramelos
sueltos en la gaveta. Recuerdo llegar a su casa, acudir presta a abrir el cajón
y ver kilos y kilos de esos caramelos. Ella fue quien me hizo descubrir el
dulce y meloso sabor del toffee con esos caramelos y ese sabor y aroma se me
quedó grabado a fuego en la memoria sensorial. Tanto que si cierro los ojos,
puedo sentirlos nítidamente. Al igual que el delicioso sabor de las galletas
belgas, las que venían en lata y que ahora sólo se compran por Navidades y se
regalan en las cestas de empresa. ¡Mi abuela siempre tenía en casa estas
galletas y me encantaban!
También tengo grabada esta
escena; yo tendría en torno a los 6 años, mi hermano Omar era recién nacido y
mi madre le daba el pecho en uno de los sillones del salón mientras mis tías
María Edita y Mónica y mis primas Lala y Toña hablaban con mi abuela Tana
(Catalina, pero yo y mis hermanos la llamábamos Tana). Mi abuela se levantó
para hacer café. Todas estábamos sentadas en torno a la mesa de la cocina y mis
hermanos y primos jugaban entre el aljibe y el patio, por el que podías
asomarte desde la ventana de la cocina (y por donde nos vigilaba siempre mi
abuela cuando jugábamos). Yo siempre prefería estar entre los adultos e
inmiscuirme entre sus conversaciones. Entonces, en medio de la conversación, mi
abuela se detuvo para preguntarme si quería un Cola Cao. Yo adoraba el aroma
del café, pero obviamente a esa edad tenía prohibido tomarlo. Entonces, le
pregunté inquisitiva a mi abuela: -¿Y por qué yo no puedo tomar café como
ustedes?
Una carcajada sonora y unísona
sonó por toda la estancia.
-
Porque a tu edad no puedes tomar café, Anayra.- Mi tía
Mónica.
-
¿Cómo que no? Espera, que te lo preparo ahora mismo. –
Mi abuela Tana.
-
¿Qué dices Madre? ¿Cómo le va a dar café a la niña?- Mi
tía María Edita.
Mi abuela, picándoles uno de sus
hermosos ojazos azules, dijo muy resuelta ella:
-
Le prepararé un café blanco, sin café.
-
¿Cómo?-mis tías.
Tana dejó escapar esa carcajada
suya estrepitosa, contagiosa y tan característica mientras echaba la cabeza
hacia detrás y se desternillaba de risa ante las caras de estupefacción de
todas.
-
Un café sin café, sólo con leche condensada. Mira,…, ya
verás Anayra, ¡te va a encantar! – Y cogió una tacita de café, un platito, una
cucharilla y me llenó la taza de leche condensada.
En ese momento apareció mi prima
Cahora tocando el timbre. En la puerta de la casa de mi abuela había una
mirilla árabe para ver quién era. Yo fui corriendo a ver por la mirilla, ¡me encantaba
abrir esa minipuerta que a su vez tenía la puerta para cotillear quién era y
decidir si se le abría o no y se le permitía entrar en casa! Una costumbre muy
de los árabes, por cierto. Ahora bien, si te dejaban pasar, podías hasta dormirte
en sus camas y comer en su cocina porque eras como de la familia (como los
árabes también).
Pues mi prima al ver “el café
blanco” quiso probarlo. Y desde esa tarde quedaron oficialmente inauguradas las
tardes de café y charla en la cocina de mi abuela Catalina. ¡Cómo nos gustaban
a Cahora y a mí esos cafecitos blancos
de Tana! Fue en ese tiempo cuando me aficioné al sabor de la leche condensada LA LECHERA (porque, como
decía mi abuela Tana, “no podía ser cualquier marca, tenía que ser la de LA LECHERA o la tirolesa”
como le decía ella).
A mí me encantaba estar con mis
primas Cahora y Yurena (la de Olimpia). ¡Nos pasábamos las tardes enteras
jugando en el patio las tres! Era muy chistoso darle “chocolate con churros”
imaginarios al perro de mi abuelo Pepe, Jackie, el pobre comía tierra revuelta
en agua mezclado con trozos de paz duro a la vez que le decíamos que era
chocolate con leche y churros (en nuestra imaginación lo era pero la realidad
es que el perro comía pan duro mezclado con tierra y agua). ¡Pobrecitos sus
riñones! (ahora que lo pienso). Pero ese perro nos adoraba tanto que por
complacernos hacía lo que fuera. ¡Ay, cuánto lloró el pobre cuando murió mi
abuelo Pepe! Se enfermó de tristeza hasta que murió.
También recuerdo el tacto de unas
figuras de muñecas rusas que tenía mi abuela, regalo de una amiga venezolana de
ella que había ido de viaje a Rusia y se las había traído. ¡Me encantaba jugar
con ellas! Una se metía dentro de la otra y no sé ni cuántas habían, pero a mí
me parecían un montón. Jugaba a que la mayor era la tatarabuela de todas ellas
y se las llevaba de paseo metidas dentro (como una especie de canguro), luego
las sacaba y comenzaba una auténtica novela de mujeres de muchas generaciones
contándose anécdotas (inventadas por mí, claro). ¡Sí ya, yo y mi hiperactiva
imaginación!
Recuerdo que mi abuela me miraba
con expresión un tanto superferolítica y de reojo mientras estaba metida en mis
juegos con las muñecas y sonriendo pedía a todos que no me molestaran ni
interrumpieran cuando estuviera metida en mis juegos, “porque eso era malo,”
(decía ella), “es como despertar a un niño/a que está hablando en sueños”
(insistía).
En casa de mis abuelos Jacinta
(MamiChinti) y Armando (Paman o PapáArmando) también tengo un abanico grande de
aromas y sabores. Como el del chocolate La Candelaria que tenía siempre
mi abuela en la alacena, el perfume que usaba mi abuela de Gloria Vanderbilt y
que siempre tenía en su vestidor, el del cisne y que aún hoy en día tanto me
recuerda a ella cuando lo huelo, el aroma del tabaco en pipa de mi abuelo Paman
mientras fumaba en su cachimba, sentado en su sillón frente al televisor y con
Yuky su Collie blanco y negro echado a sus pies (mi abuelo siempre en pantuflas
marrones cuando ya estaba en casa viendo la tele y en modo relax). Además, el
sabor y olor del delete cuando las cabras parían (¡Dios, qué manjar de dioses era
el delete!) y que es la primera leche que da la cabra al parir, es como una
mousse de leche o cuajada y sabe riquísimo mezclado con azúcar. El sabor único,
irrepetible y épico de la tortilla española de mi abuela Chinti (¡nunca he
vuelto a comer una tortilla como las de ella!) y el sabor de las almendras
recién cogidas y cuyas cáscaras partíamos con piedras en la entrada de la casa
de mi abuela, en los escaloncitos de la entrada que eran de piedra maciza.
Tengo el recuerdo del sabor silvestre de esas almendras mientras nos reíamos
con los niños/as que vivían al lado de la casa de mi abuela y que eran nuestros
amigos de infancia (Mary, la del supermercado Los Gigantes, Montse, Chichi,
Marta,…). ¡Qué tiempos aquellos tan bonitos!
Mi hijo también tiene su elenco
de sabores y aromas de la infancia. En
ellos mis padres se han encargado de acuñarle también el sabor y aroma de los
mismos caramelos de Tirma, los de la vaca, porque cuando Nayar era pequeño aún
se conseguían en todos los supermercados (ahora mismo no es tan fácil
conseguirlos) y también siempre tenían en la cocina. Al igual que los huevos
Kinder o las chocolatinas Kinder Bueno, ¡cuánto los adoraba y sigue adorando! Y
seguramente un sinfín de recuerdos sensoriales que yo no puedo enumerar pero
espero que mi hijo sí cuando sea adulto.
Mis sobrinas, ¡estoy segura!
También recordarán los bombones Kinder Shoko-bons que mi madre siempre les
tiene guardados para ellas y que tanto adoran.
Deberíamos fabricarnos todos una
cajita de momentos felices de nuestra infancia que poder recuperar cuando
tengamos un mal día o momento. Yo metería en ella: caramelos de nata, los de la
vaca (así los llamábamos, jeje), una etiqueta de leche condensada La Lechera (por cierto, años
después fue mi tía María Edita quien me descubrió otro manjar al enseñarme a
hacer dulce de leche poniendo una lata de esta leche condensada al baño maría
durante dos horas y media para luego dejarlo enfriar en la nevera y degustarlo
al día siguiente), un envoltorio blanco de los que vienen en las galletas
belgas (con su aroma a mantequilla y todo), una pipa que preservara el aroma a
tabaco de pipa, una muestra de regalo del perfume de Gloria Vanderbilt, un
envoltorio de Chocolate La
Candelaria , tal vez con un trocito dentro para que preserve
su olor y, por supuesto, un botito pequeño de crema NIVEA, ¡la que usaba mi
abuela para la cara cada noche antes de dormir!
Ana Nayra Gorrín Navarro.
Me has hecho sonreír Amiga Ana Nayra, con tus tiernos y deliciosos recuerdos de la infancia. con el ingenio y el amor de abuelita Tana. Para ayudarte a conseguir hasta tus mas dulces anhelos. Oh Ála que todos los niños tuvieran una infancia tal que pudieran llenar un baúl de recuerdos, y con ello reconfortaran y llenaran de ensueños y alegrías. sus momentos mas duros y nunca se sintieran tristes ni desorientados, habiendo aprendido la lección y saberla trasmitir durante muchas tardes de charlas y dulce café blanco. yo también preferí aprender del los mayores escuchando sus vivencias en mi infancia besitos pequeña gran Ana Nayra. te envío el mejor de los deseos para que sigas enseñando entreteniendo y emocionando a tus seguidores y lectores y todo aquel que busque de lo genuino. gracias por tu apoyo aun sin entender. Chapó Blanca Flor
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