Hay lugares de los que no te quieres ir nunca y una parte de tu alma se queda por siempre clavada en ellos.
En mi caso, a mis 43 años (porque puede que más adelante sea otro sitio u otros lugares), continúa siendo La Laguna: el Camino Largo, el Café 7, el Café Época, la arepera Daute con su camarero Juan (¡qué gran amistad hicimos y qué suerte haberte tenido de hermano mayor para quitarme de encima a los pesados de la noche en La Jarra y aledaños!) — ¡las mejores arepas de reina pepiada y los mejores batidos de papaya del mundo! —, la frutería de la esquina —donde tanto lloré de tristeza en mi despedida—, la biblioteca de CajaCanarias, donde pasaba tantas tardes estudiando y donde tuve el honor de conocer a D. M----el (ya fallecido), un señor que vivía en la calle porque llegó a la vejez perdiendo absolutamente todo lo que tenía por una estafa acometida por sus propios hijos cuando se quedó viudo (y nadie le ayudó a salir de esa situación, ni el gobierno, ni los bancos, ni nadie). Dormía en la calle, pero cada tarde iba a la biblioteca a leer cuanto cayera en sus manos. Yo, siempre que podía, le traía la cena, pero se la ofrecía sin que nadie se percatara, pues si algo era D. M----el era orgulloso y no quería que se le compadeciera ni se le diera limosna alguna. Era habitual verle en los contenedores de basura de la calle Seis de diciembre, los situados frente al Mercadona, buscando comida — muchas veces el Mercadona tiraba paquetes enteros de comida que había caducado el mismo día y, básicamente, eso era lo que él buscaba para tener algo que echarse a la boca—.
Los atardeceres de jueves de lectura de obras cortas literarias y poemas en El Café Época y toda la gente interesante que conocí en él. El olor a café y tarta de chocolate (¡la mejor de La Laguna!), fusionado con el placer de escuchar las letras de otros/as o de que escucharan las mías. El frío intenso a la salida del café y la emoción que se generaba si llovía a cántaros y teníamos que acudir prestos a refugiarnos a nuestros hogares, pisos compartidos de universitarios/as. Fue una de las etapas más bonitas de mi vida, la otra (y más importante aún, aunque aconteciera después) fue cuando tuve a mi hijo, los primeros años en que era un bebé fue una etapa preciosa. Y otros lugares en que mi alma se quedó clavada como una estaca fueron: el parque infantil de Puerto de Santiago, la playa de Los Gigantes donde mi hijo dio sus primeros pasos y gateó por primera vez, la plaza de Los Gigantes donde aprendió a montar en bici e hizo su primera panda de amigos, sus amigos en la actualidad. No puedo olvidar las salas de cine del centro comercial Gran Sur, hoy en día llamado X Sur. Donde tantas tardes felices pasamos mi hijo y yo viendo películas. Los dos amamos el cine y este siempre será nuestro punto de encuentro, tengamos la edad que tengamos los dos, pues adoramos el séptimo arte. ¡Me siento orgullosa de haberle inculcado a mi hijo esta pasión por el cine! Su primera película fue con tres añitos, ¡nunca lo olvidaré!, fue 'El ratoncito Pérez', luego vinieron muchas más, incluso la primera parte de Avatar, que duró más de tres horas y él, aun siendo tan pequeño, la vio con máxima concentración y emoción de principio a fin.
Por suerte, mi hijo y yo tenemos parajes comunes en nuestra memoria emocional, refugios de bienestar y paz a los que siempre debemos volver cuando, inevitablemente por la condición de humanos, nos sobrevengan altibajos en nuestras vidas.
Es por eso que, a veces, preciso darme una vuelta por La Laguna, respirar el aire que tanto me hizo crecer espiritualmente en su día y recuperar en mi memoria sensorial todas las emociones que en esa bohemia ciudad dejé ancladas por siempre.
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