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martes, 7 de septiembre de 2010
UN PARTO EN UNA ALDEA DE SEFROU
Sus pies de tobillos hinchados pisaron por primera vez la tierra de ese pueblo perdido en el norte de Marruecos a pocas semanas de la fecha probable del parto. Su pareja se había empeñado en que diera a luz en el mismo pueblo en el que él nació. El amor de Dácil por ese hombre era tal que se dejó llevar por él, optó por confiar en él a toda costa. En esos momentos segura de que él también quería sólo el bien del hijo en común. Dácil no sabía que estaba metiéndose en la boca del lobo.
El vuelo no había sido muy largo, pero sí el trayecto en coche, en un mundano taxi que recorría carreteras abandonadas por la civilización. El paisaje pasó de ser desértico y polvoriento - todo lo envolvía un manto de calima: las casas, los coches antiguos,…, absolutamente todo estaba bañado en fina arena del desierto- a ser sorprendentemente verde. Riachuelos por doquier, cerezos en flor, muchísima y variada vegetación. Aromas de flores y plantas acudían a su encuentro. La ventanilla del coche, hasta ese momento abierta, comenzó a molestarle a Dácil por el frío aire que llegaba a su gélida cara...
- Ahmed, por favor, cierra la ventana. Me está dando frío.- Solicitó Dácil a la vez que se acurrucaba en una fina manta de lana que había elegido como acertada compañera de viajes.
- ¿Te das cuenta? Te dije que el aire de mi tierra era diferente. Respira profundo, es aire puro Dácil. – Ahmed cerró la ventanilla del coche, él iba sentado en el asiento del copiloto y ella iba detrás. A ratos dejándose dormir. El embarazo le había dado por dormir como una marmota.
Llegaron al pueblo de Ahmed entrando ya la noche. Dácil tenía la boca seca, necesitaba a toda costa beber agua. Las botellas que habían comprado en el aeropuerto se las había bebido en las tres primeras horas del trayecto en coche. Y, tras casi nueve horas en coche, ya estaba muy sedienta, cansada y con la espalda tremendamente dolorida.
- ¡Llegamos canaria!- Exclamó Ahmed contento.
Dácil despertó súbitamente. Al bajar del coche se estiró y observó feliz la bella estampa que se dibujaba ante sus ojos. La familia de Ahmed acudía efusivamente alegre a su encuentro. Sus hermanos le abrazaban levantándole del suelo. A Dácil le sorprendió lo inmensamente grandes que eran todos. Hasta la madre de Ahmed era altísima y muy corpulenta, debía medir más de 190 centímetros de altura.
- Dácil, ven que te presento a mi familia. Ella es mi Madre, Amina. Él es mi padre, Ahmed, yo me llamo como él. Este tío guapo bien vestido es Amin,…- Ahmed tenía cuatro hermanos varones y una hermana, él era el pequeño de seis hermanos. Todos eran muy altos. Dácil les recibió a todos con una amplia sonrisa, que fue devuelta por todos los hermanos,madre y hermana, pero no por su padre. Desde ese primer momento, sintió un frío rechazo por parte de Ahmed padre hacia ella.
Entraron a la casa de adobe, que según Ahmed hijo había sido hecha por su padre, por sus hermanos y por él con sus propias manos. Antes vivían en las montañas, lejos de todo rastro de civilización pero a petición de su madre, cuando ellos eran pequeños y para que pudieran ir a un Colegio, se mudaron a este pueblo de agricultores. El Colegio quedaba a dos horas andando, ese trayecto lo tenían que hacer cada mañana y cada tarde Ahmed y sus hermanos. Según cuenta Ahmed, con frío, lluvia, muchas veces con mucha hambre por no contar sino con pan casero (hecho por Amina), mantequilla casera (hecha también por Amina) y té árabe que echarse a la boca cada día. Ahora las cosas iban un poco mejor. Ahmed, el padre, tenía tierras que cosechar, un par de animales y vivía de ellos y de sus cultivos, productos de la tierra que vendía en los mercados locales. Pero Ahmed, el padre, era un borracho y malgastaba el poco dinero que entraba a la familia. Ahmed hijo contaba mil y una historias de noches de terror protagonizadas por su padre, quien siempre maltrató a su madre, a él y a sus hermanos y hermana, desde la más tierna infancia.
No obstante, eran su familia. Y a ella siempre debía de volver. Ahmed padre abrazó tímidamente a Ahmed hijo en el recibimiento, pero en seguida Ahmed hijo se deshizo de ese abrazo con unas palmadas frías en la espalda, para ir corriendo a abrazar a su madre, a quien levantó del suelo y llenó de besos mientras la madre le hablaba entre sollozos en el dialecto árabe de su tierra.
Una vez dentro de la casa ofrecieron a Dácil sentarse con ellos alrededor de la mesa árabe en que comían, sobre una gruesa alfombra hecha por Amina y entre una infinidad de cojines árabes. Amina había hecho harera (la sopa típica de Marruecos), un delicioso tallín de cous cous con verduras y carne de cordero y el dulce favorito de su hijo Ahmed: Cuernos de gacela.
Disfrutaron de una cena deliciosa y tranquila. Era verdad lo que contaba Ahmed de que su madre, Amina, era una excelente cocinera. Dácil quería aprender todo de ella. Se sentía un tanto incómoda con el idioma pues a duras penas podía entender palabras sueltas y, a veces, frases pero inconexas. Estaba claro: ¡Debía aprender árabe!
El padre de Ahmed se quedó mirando fijamente a Dácil, estudiando cada detalle de su rostro. Entonces, señalando a Dácil, empezó a hablar en árabe. Amin, el hermano más pequeño de Ahmed que hablaba un poquito de español empezó a traducir gentilmente.
- Mi padre dice que tienes cara de árabe. Que tu rostro es “trescientos por ciento” árabe. Y pregunta si tu familia estuvo siempre en Canarias o provienes de emigrantes, tal vez tunecinos.
- Jaja,…- Dácil se ruborizó- No, no que yo sepa al menos. Pero los guanches, los nativos de mi isla, eran un pueblo amazigh, bereber. Los rasgos árabes están presentes en muchas personas de Canarias, pienso que tal vez por el parecido físico entre árabes de esos países como Líbano, Túnez,..., países con porcentaje genético bereber, y los pueblos amazighs que se asentaron en Canarias es que tenemos ese parecido.
Ahmed arrugó la cara.
- Bereber, ajjj – dijo con desprecio.
- Mi madre, Amina, es de origen bereber también Dácil.- Dijo con alegría la hermana, Turía.
En ese momento se hizo latente el desprecio manifiesto del padre a la madre de Ahmed. Ahmed padre era negro, de linda piel negra muy brillante cual ébano. Provenía del Yemen, de donde había venido siendo muy joven en una caravana de comerciantes. Era mestizo de negros con árabes de pura cepa, árabes yemeníes y negros yemeníes. Su piel era casi azulada de lo negra que era. Siempre fue para Dácil un misterio el color de piel de Ahmed hijo y de sus hermanos, el más oscuro de piel era Ahmed, su pareja, y tenía un tono mulato muy claro para lo oscuro que era su padre, sus hermanos, paradójicamente eran casi blancos de piel, esa piel que enseguida se dora con el Sol, como la de los canarios, pero no era de ese tono amarillento que suelen tener la mayoría de marroquíes. Su madre era muy blanca de piel, mucho más blanca que Dácil. Ese tipo de piel que parece transparente y que deja ver todas las venas del cuerpo. Solo se podían ver sus manos, sus tobillos y su rostro parcialmente pues llevaba el yihab islámico muy apretado en su cara, de hecho pasado un tiempo pudo adivinar en la frente de Amina surcos profundos de lo apretado que llevaba el velo, además de que sus cejas habían perdido pelo a la mitad de la ceja por el roce continuo de la tela del velo.
Ahmed padre había comprado muchos años atrás a Amina, a cambio de dos vacas, un par de gallinas y poco más. El padre de Amina vendió a su hija cuando ella contaba solo con 14 años, ella lo contaba con lágrimas en sus ojos, haciendo hincapié en el sufrimiento que fue para ella despedirse de su madre y hermanos. Tras los ojos de esa mujer se leían años enteros de sufrimiento interminable.
Cuando Dácil fue conducida por Turía a la estancia donde debían hospedarse y, en principio, nacer su hijo, comenzó a ser consciente de la locura que había cometido haciéndole caso a Ahmed en su deseo de que diera a luz en la casa de sus padres, asistida sólo por la matrona del pueblo y su madre, Amina.
Las paredes de adobe, con fotos por doquier colocadas de manera tal que dibujaban estrellas, círculos,…. No había a penas huecos libres, todo estaba lleno de fotos o de imágenes coránicas. En la típica decoración árabe de horror vacui (los árabes sienten pavor del vacío, por eso decoran todo en exceso y en sus casas las paredes siempre lucen atiborradas de fotos, cuadros, mosaicos de infinitos dibujos,…). Sólo se perfilaba nítida la estancia que destinaban a la oración, orientada a La Meca, de paredes libres de ornamentación. Sólo una gran alfombra en el suelo. Amina no paraba de limpiar esa estancia, obsesivamente.
Los días anteriores al parto pasaron con monotonía. Dácil se afanaba en ayudar a Turía y Amina todo lo que podía en las tareas del hogar. No obstante, Turía se había aliado a Dácil y trataba siempre de que no hiciera grandes esfuerzos. Turía siempre estaba pendiente de ella y permanecía siempre sonriente y cariñosa con ella.
Seis días después de su llegada, Dácil rompía aguas. A la una de la madrugada, sintió que debía ir corriendo al baño pues parecía tener ganas de orinar. Se levantó y, al incorporarse en la manta a modo de cama en la que duermen los árabes (en el suelo) Dácil sintió que se dejaba orinar.
- ¡Oh no, no me da tiempo de ir al baño! (el baño estaba fuera de la casa, había que pasar por un patio para llegar a él).
- ¿Qué pasa? – Dijo Ahmed.
Entonces, Dácil se tocó su entrepierna, el agua salía tímidamente. Tocó el líquido, no parecía orina, era agua transparente y sin olor. Comenzó a asustarse, se levantó y,…, entonces el agua salió a caudales. Sentía que de su cuerpo emanaba una catarata furiosa incontrolable, el miedo se apoderó de ella y luego en la misma proporción y tiempo, el dolor, un dolor a la altura de los riñones penetrante e insufrible.
- ¿Qué me pasa? Ahmed,…, ¿qué me pasa?
Ahmed se llevó las manos a la cabeza. Asustado corrió a llamar a su madre.
- Tranquila, tranquila,…, estás rompiendo aguas.- Amin trató de tranquilizar a Dácil, quien petrificada de pie comenzó a chillar pidiendo socorro.
En cuanto llegó Amina mandó a calentar agua y traer paños limpios. El parto había comenzado. La mandó a caminar un poco mientras Turía iba a avisar a la matrona del pueblo y dijo unas palabras en árabe a su hijo Ahmed.
- Mi madre dice que vas a tener un parto seco. No sabe por qué se te ha adelantado el parto. Seguramente por el viaje. ¡Ay Dácil, perdóname, no debimos irnos de tu isla! Debimos quedarnos allí y que dieras a luz en un Hospital.
Dácil no podía creer lo que estaba escuchando.
- ¿Y ahora me lo dices? – Histérica, comenzó a chillarle a Ahmed, pero Amira tapó su boca y pidió calma.
- Ahora ya están aquí, no hay nada que hacer. Pero… Tranquila Dácil, todo va a ir bien, confía en mi madre y en lo que te diga la matrona. – Turía trataba de calmar el ambiente.
Llegó la matrona. Pidió a Dácil que se acostara, le acomodó muchos cojines apoyados contra una pared e hizo una especie de burra, como las camillas de los paritorios, con mantas y cojines, trayendo consigo una especie de botiquín con tijeras, alcohol, betadine, vendas, esparadrapos,…
Dácil intentó controlar su respiración pues estaba hiperventilando del miedo que estaba pasando. La matrona le advirtió que iba a quitarle la ropa interior y la falda que llevaba para meter su mano y palparla. Eso le dolió mucho y, por momentos, sintió miedo de que le hiciera daño al niño.
- Ha roto aguas, pero aún no está de parto, no ha dilatado nada. Nos quedan muchas horas por delante. – Sentenció en árabe a Ahmed, quien tradujo al momento.
Tras haber soltado toda el agua, Dácil quedó tranquila. Sentía una leve molestia en su espalda, por la zona lumbar, pero no tenía más dolores que ésos. Era un dolor continuo pero suave, aunque de vez en cuando sentía una especie de sacudidas y un dolor intenso en sus caderas. Al parecer eran contracciones, pero en las tres primeras horas sólo les sucedieron dos veces. La matrona explicó a Turía que las contracciones son dolorosas porque es en esos momentos cuando el cuerpo se dilata, literalmente los huesos de las caderas se salen de su sitio para abrir el cuerpo, los músculos se estiran lo máximo posible y de ahí el dolor insoportable. Sobre todo en la zona de los riñones.
Ahmed preguntó si podía hacer algo, la matrona le contestó que por ahora nada. Pero que tal vez llegado el momento, si quería estar presente en el parto, podía ayudar aliviando el dolor de Dácil masajeando su zona lumbar, la matrona, de nombre Scherezade le explicó cómo debía hacerlo. Dácil sintió un alivio inmediato al sentir las manos de la matrona masajear su espalda, pero mayor fue ese alivio al sentir las manos enormes de su pareja. Ahmed hijo era un hombre muy alto (202 cms)y corpulento, de manos enormes.
Pasaron doce horas y no pasaba nada. Cada vez el dolor era mayor. Y solo había dilatado dos centímetros. Necesitaba al menos nueve para que comenzaran las labores de parto. Dácil comenzaba a desesperarse, quería ponerse de pie, caminar, pero al hacerlo el intenso dolor la volvía a postrar en el suelo. Amina le había preparado un té dulce y le estaba obligando a tomárselo cuando Dácil sintió un dolor desgarrador.
- ¡AAAAAAH, no puedo más! Por favor,.., denme algo para no sentir este dolor.
Pero Dácil olvidaba que se encontraban en un pueblo perdido en África, sin paracetamol ni ibuprofeno si quiera, mucho menos epidural. Nada podía aliviar su dolor.
Ahmed entró a la habitación y le pidió a Dácil que se tranquilizara. Comenzó a masajear sus pies, pero se detuvo en seco cuando la matrona le dijo que en vez de los pies le masajeara la zona lumbar, que eso le aliviaría el dolor.
- Ahh, qué alivio me dan tus manos ¿por qué? – Dácil no entendía el porqué, pero era cierto que el dolor se mitigaba bastante cuando Ahmed le masajeaba la espalda a la altura de sus riñones. Por momentos quería conciliar el sueño, habían pasado ya demasiadas horas.
Doce, trece, catorce, quince, dieciséis horas… Dácil se tambaleaba de un lado a otro, hacía ya horas que había comenzado a perder los nervios y la fuerza y a chillar pidiendo socorro.
- ¿Por qué pides socorro? Estamos todos contigo, no grites o asustarás a tu hijo y no querrá salir nunca.- Le amonestó muy enfadada la matrona en árabe y Turía le tradujo.
Ahmed, sus hermanos, su padre,.., iban y venían a la casa. Dácil rogaba a Ahmed que se quedara a su lado todo el tiempo, pero él en cuanto podía se escabullía, quejándose de que le dolía la mano de tanto masajearla a ella.
- ¡Te duele la mano! ¡Maldita sea, Ahmed! si pudieras sentir aunque sea un tercio del dolor que yo estoy sintiendo no abrirías tu boca para quejarte de tu mano. – Dácil estaba histérica. El miedo y los nervios se habían apoderado de ella. El dolor se hacía así más que insoportable. Ese dolor de otro mundo, el mayor que jamás sintió, se había apoderado de cada una de sus células. Sentía náuseas continuas y experimentaba en carne viva cómo sus caderas parecían estarse abriendo y los huesos saliéndose de su sitio.
A las dieciochos horas de esta agonía Dácil pidió por favor que le trajeran agua, tenía mucha sed. Amina entonces calentó el té y le trajo un vaso de té muy azucarado. Dácil lo sorbió lentamente, pero acto seguido sintió una arcada y comenzó a vomitar. Entonces sintió que todo le daba vueltas, se mareó y se recostó aturdida en los cojines. Miró alrededor suyo, estaba claro, iba a morir ahí. No podría parir su hijo. Empezó a pensar que el niño estaba mal posicionado, tal vez venía sentado, estuvo como hora y media llorando en silencio y orando a Dios. Ahmed se sentó a su lado y le masajeaba la espalda. Pasadas veinte largas horas con dolores de parto, empezó a sentir deseos de empujar. Scherezade acudió presta al grito de Ahmed , ¡ al fin comenzaban las labores del parto ¡El dolor era insoportable! Sin embargo, Dácil no perdía la razón, muy a su pesar. Ella deseaba marearse y perder el conocimiento pues era insufrible el dolor, sin embargo permaneció despierta, y gracias a Dios pues se debatía entre sus deseos de caer inconsciente del dolor y de no perderse ni un segundo para tener a su hijo en sus brazos cuanto antes.
- ¡Muy bien, Dácil! – Turía le traducía todo cuanto decía la matrona.- Sigue así, empuja solo cuando yo te lo diga,...... ¡Mira Ahmed, ya se ve la cabecita de tu hijo, mira cuánto pelo negro!
- ¡Oh Dios mío! ¿Puedo tocarle? – Ahmed estaba muy alegre, pero a la vez aparentemente preocupado de ver el sufrimiento de Dácil.
- ¿Se ve su cabeza? – Dácil al escuchar esto sintió un arrebato de energía. Inexplicable teniendo en cuenta que no había ingerido nada en muchas horas y que no había dormido nada tampoco, inmersa como estaba en tremendos dolores.
- Sí, mira Ahmed, dame tu mano. – Ahmed tocó la cabeza del niño. Entonces Dácil quizo hacerlo también y alargó su mano, …, al tocarle se reclinó al máximo para ver, la matrona le espetó que no hiciera movimientos bruscos, pero Dácil ya había visto la cabeza de su hijo asomando. Eso le hizo sentirse inmensamente feliz. Todo estaba bien, el niño venía bien situado. Quería sacarlo ya de ahí, tenerlo consigo sano y salvo, entonces empujó fuertemente al sentir una contracción. El dolor había pasado a un segundo plano, no obstante, chillaba y jadeaba incontrolablemente, le costaba mantener el ritmo de su respiración. Por momentos parecía ahogarse, pero el deseo de tener a su hijo ya consigo pudo más que todo eso.
- Para ahora,…, ¡no empujes! Voy a cogerlo por una axila para sacarlo, primero sacaré un brazo y luego otro, una vez salgan los hombros ya sale rápido todo su cuerpo, ya vas a ver… - La matrona metió la mano, y,.., sin darse cuenta, Dácil sintió deseos de empujar, empujó y,…., segundos más tarde la matrona tenía consigo al niño en brazos. Rápido le cortó el cordón umbilical, lo envolvió en una toalla y lo puso en los brazos extendidos de Dácil.
Al fin había acabado todo. Ahmed hijo lloraba y besaba la cabecita del niño. Dácil clavó sus ojos en los de su hijo, su hijo en los de ella y, complacida, Dácil observó la mirada de alivio de su hijo y fue como si una leve sonrisa se dibujara en el rostro de su hijo.
- Ya estás aquí mi amor. ¡Ya estás aquí, te costó salir pero ya estamos juntos! Al fin veo tu hermosa carita mi bebe. – El niño era precioso, su cabecita estaba envuelta en un grueso manto de cabello negro azabache, sus ojos eran infinitamente rasgados y grandes, de un negro intenso, aunque envueltos en la clásica neblina de los recién nacidos, su naricita perfecta, su boca de labios exquisitamente perfilados,…, sin duda alguna Dácil y Ahmed habían tenido un niño muy guapo. Pero, lo más importante, un niño sano que midió 55 centímetros y pesó 4 kilos 100 gramos.
Para asombro de la matrona, Dácil no precisó de puntos. Y a las pocas horas comenzó a andar para ir al baño ella sola y, sobre todo, a la cocina, de repente le había entrado un hambre atroz. Amina tenía preparada una exquisita harera con muchos huevos cocidos pues, según la tradición, la recién parida debe comer muchos huevos y tomar mucha harera para dar buena leche a su hijo recién nacido.
- Tienes una mujer fuerte, Ahmed. Sin duda alguna tuvo un parto malo por lo largo, pero tuvo mucha suerte de poderlo parir sin problemas y sin necesidad de puntos. Tienes una mujer hecha para la maternidad Ahmed, deseo de corazón que sean muy felices y pueda asistir al parto de tus demás hijos- Sentenció Scherezade a Ahmed antes de despedirse e irse.
Dácil no tardaría en embarcar de vuelta a su tierra con Ahmed y el hijo de ambos. Dio gracias a Dios de que el parto hubiera salido bien pero no dejó de pensar nunca que fue una gran imprudencia ir a parir allí, sin médicos, ni hospitales cercanos. Sin duda alguna, era una experiencia intensa que contar, pero,…, no quería repetirla nunca más. El recuerdo del dolor tan atroz estaba ahí siempre para alertarla de la locura que cometió. Locura de sus veinticinco años que la vieron hacerse madre, su mayor deseo,sueño e ilusión en su vida era ser Madre.
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